España

Las 100 almas gitanas del Urumea

La riada de noviembre arrasó sus chabolas pero, armados de tablones y martillos, han vuelto a resurgir de sus cenizas. Un centenar de rumanos planta cara a la vida en Astigarraga

(R. Plaza)

Por: Jorge Napal - Astigarraga - 17/02/2012

lA muchacha toma el bolígrafo y deja impreso su nombre sobre el cuaderno: Grancia Nicoleta. Su caligrafía es legible, no es ninguna analfabeta. Devuelve el bolígrafo y sonríe, y el brillo de su mirada contrasta con el enorme basurero que se levanta a sus espaldas. Nicoleta, rumana de 28 años, y madre de Gabriela, cuyo retrato cuelga de una de las paredes de su chabola, vive en un mundo tachonado de cemento: bajo la Autovía del Urumea, en el barrio de Ergobia de Astigarraga, paradójicamente, uno de los municipios con mayor poder adquisitivo del territorio.

Las condiciones son infrahumanas, rodeada de inmundicias, entre las que corretean ratas que se ocultan bajo montones de ramas secas que amontonaron a su antojo las riadas de noviembre.

La muchacha está embarazada de cinco meses, y el frío cala hasta el tuétano de los huesos en esta mañana de perros. Nicoleta tan solo lleva encima una finísima chaqueta. La temperatura a media mañana roza los cero grados junto al río, donde la humedad intensifica el sopapo del frío. El poblado, que fue devorado por las inundaciones el 6 de noviembre, ha vuelto a resurgir de sus cenizas, y se levanta de nuevo junto a la ribera del Urumea, a su paso por Astigarraga.

La crecida de las aguas se lo llevo todo, pero estas gentes, habituadas a sobreponerse a los golpes de la vida, no tardaron en coger de nuevo martillos y tablones para restituir lo que alteró la naturaleza. Ante nosotros se levanta una treintena de chabolas, que dan cobijo a un centenar de romanís. "Estuvimos alojados tres días en el frontón de Astigarraga, pero para el cuarto ya estábamos aquí de nuevo, reconstruyendo nuestras casas", dice un joven de mirada cristalina.

Nicoleta, la muchacha embarazada, que ha llegado a Gipuzkoa hace tan solo dos semanas, abre a este periódico las puertas de su humilde morada, de apenas cinco metros cuadrados, donde el fogón de una cocina alimentada con butano es el único modo de subsistencia durante estos días de temperaturas siberianas. "Mucho frío, mucho frío", resopla la joven. Su marido, Grancia Joan, de 28 años, está al caer. "Ha ido al Lidl, a comprar algo para comer", sonríe, solícita, la muchacha.

Unas ruinas del antiguo paso del tren que transitaba por esta zona se levantan junto a ella, tras las chabolas. Según la perspectiva que se tome, la imagen cobra cierta semejanza con un Belén.

La mañana avanza, y las suspicacias iniciales que despierta la inesperada visita parecen irse diluyendo. Así, como espectros que surgen de la nada, buena parte del centenar de rumanos gitanos que residen en este lodazal comienzan a dejarse ver. Las estadísticas y su vida errante parecen ser binomios contrapuestos, pero sin riesgo a equivocarse puede decirse que en torno a un 90% de ellos van y regresan constantemente de su país, con una frecuencia trimestral.

Donostia-blaj - En autobús o furgonetas

Hay quienes no han vuelto en años, por desavenencias familiares, pero lo habitual es tomar de cuando en cuando un autobús que enlaza Donostia con Blaj. El precio del billete es de unos 120 euros. En otros casos, cubren el recorrido en furgonetas atiborradas de personas y objetos de lo más variopinto, como calderas de hierro que desafían la amortiguación de los sufridos vehículos. El trayecto dura dos días.

Allá, en Blaj, trabajan en el campo por 200 euros al mes. Aquí, la chatarra y la mendicidad se han convertido en su asidero vital, una actividad que les procura ingresos de unos catorce euros diarios, llegando a duplicar el magro salario de Blaj. "Por eso vamos y venimos constantemente. Amamos nuestra tierra, pero necesitamos dinero", desvelan.

"Quiero tener a mi hijo en mi país. Se llamará David", confiesa, maternal, Nicoleta, mientras frota su vientre -intuimos- helado. La mujer ha vuelto a entrar en su chabola de madera -dicen que una de las mejores del poblado- porque ya hasta duelen los pies debido al frío y la humedad. En el habitáculo hay un televisor que Nicoleta y su marido solo encienden por la noche, ayudados por un generador.

No hay más que echar un vistazo a los techos de las casetas para adivinar que buena parte de ellos tienen amplios conocimientos de electricidad. Son capaces de levantar antenas con unos maderos y cuatro hierros.

Lorenzo, de unos diez años de edad, irrumpe en escena. El muchacho nos lleva de la mano por el poblado, y de las casas comienzan a salir menores que no están escolarizados. Hay más de una decena, repartidos entre pequeños de año y medio que moquean en el regazo de sus madres y otros más curtidos, como Lorenzo. La basura se levanta junto a ellos, entre carcasas de ordenadores, cobre, sartenes y hierros inservibles. El recorrido entre callejuelas por las que se pierde Lorenzo está alfombrado, nada que ver con la parte central del asentamiento, sobre el que cae una gotera que proviene de la autovía, y que convierte el epicentro de esta barriada en un enorme barrizal.

"Ojalá nos ayude Dios. Necesitamos dinero para nuestro niño". Son palabras de Grancia Joan, de 28 años, el marido de Nicoleta, que acaba de llegar de Lidl. Cazadora negra de pana, zapatillas sin cordones y, sobre todo, un desparpajo que contrasta con el laconismo de sus compatriotas, son su carta de presentación. Sus compañeros le vacilan por ello. Le dicen que es "el más italiano", porque su verborrea engatusa al personal.

Él sonríe y se crea un clima distendido, hasta que un gesto serio vuelve a cruzarse en el rostro del joven cuando piensa en el futuro de sus pequeños. "Tengo permiso de conducir autobuses y camiones. Me gustaría tener una oportunidad", se sincera el chaval.

Corneliu, el patriarca del clan, apenas nos ha dirigido la mirada en toda la mañana. El hombre vela desde la distancia por el estricto cumplimiento de la ley gitana. Dicen de Corneliu que es un hombre tímido, de pocas palabras, que su primera mujer murió de cáncer al poco de llegar al territorio, y que el hombre, sumido en ese silencio, agradece a su manera las muestras de solidaridad que recibió desde aquel momento.

Mismo sistema vecinal - Como en su pueblo natal

Entretanto, la cordialidad y la relación vecinal parecen presidir las vidas de estas gentes que, curiosamente, reproducen el mismo sistema de vida que protagonizan en Blaj, su municipio natal. "Sí, es cierto. Todos nosotros somos vecinos de tres calles de Blaj, y aquí más o menos nos hemos distribuido de la misma manera, tal y como vivimos en nuestro país", desvelan los moradores del Urumea.

A estas alturas, charlar con ellos desmonta ciertos prejuicios. Es cierto que llegan a simular cojeras, que la picaresca forma parte indisoluble de sus vidas y que, de algún modo, traen de cabeza a instituciones y policías porque viven en un estercolero. Pero del contacto directo con ellos rezuma un enorme optimismo que, ante las condiciones más extremas, resurge un canto a la vida.

El tráfico rodado continúa ahí arriba, en la Autovía del Urumea, con un incesante golpeteo de neumáticos que resuenan en el poblado con estruendo. Entretanto, Nicoleta se dispone a preparar la comida. Los más pequeños se asoman a los cristales y muestran sus manitas. Los más jóvenes escuchan música disco en una esquina. La Autovía del Urumea delimita con cemento dos vidas que circulan en paralelo y nunca lo hacen unidas.

Fuente: noticiasdeguipuzcoa

COMENTA LA NOTICIA

 Mundo Gitano – Gypsy World